Una vez más, el escenario público aparece invadido de corrupción y de sus habituales secuelas: las acusaciones mutuas entre grupos políticos, las promesas formales de investigar cada caso hasta el fondo (caiga quien caiga), la aparición de casos alternativos para desviar la mirada y apagar el escándalo del día previo, las declaraciones airadas, ceñudas o elusivas de los protagonistas de turno —según el papel que les corresponda-— y la multiplicación incansable de las interpretaciones sobre los efectos que tendrá cada caso en el futuro reparto de los poderes políticos.

La única diferencia respecto a otros momentos de ese oleaje rutinario de corrupción es que hoy tenemos, ya a punto de ser debatida por la Cámara de Diputados, una nueva iniciativa de reforma constitucional -—aprobada desde diciembre del año pasado por los senadores— para fundar otro órgano autónomo del Estado que estaría dedicado a perseguir y sancionar a los funcionarios corruptos. Y dado que las respuestas acostumbradas de escándalos anteriores ya no convencen a nadie, cabe la posibilidad de que esa reforma pase muy rápido por la cámara baja y se convierta, así, en la nueva pieza retórica disponible para salir del paso y cobijar por un tiempo los despropósitos de la clase política. Una vez creado el flamante órgano constitucional anticorrupción, se dirá que podemos dormir tranquilos.

Pero si se mira con más cuidado, se verá que los tres escándalos que hoy están a la moda —como casi todos los anteriores— no son solamente el producto de individuos que decidieron hacer negocios con el erario público y torcieron las normas establecidas para lograrlo, sino que en realidad se derivan de procedimientos y rutinas administrativas que, en rigor, no se modificarían un ápice tras haber metido a la cárcel —si así fuera—a los acusados del día.

De un lado, los así llamados “moches” que emergieron de la Cámara de Diputados se desprendieron de las bolsas millonarias de recursos repartidas por los legisladores, sin más asidero que las negociaciones con el gobierno y la tolerancia de la Secretaría de Hacienda, y el muy retorcido argumento de una “gestión” legislativa que no corresponde en absoluto con sus facultades explícitas. Los diputados modificaron parcialmente el proyecto de presupuesto de egresos enviado por el gobierno y se dieron licencias para aprobar proyectos y repartir dineros en sus lugares de origen, o entre sus amigos y leales, sin que hubiera una política pública razonable para justificarlos, ni más propósito que jalar un pedazo de presupuesto para sus intereses políticos.

De otro, los casos de Oceanografía y de la defectuosa construcción de la Línea Dorada del Metro tienen en común su origen en los muy permeables procedimientos de contratación de obras y de servicios, una vez que el presupuesto ha sido asignado. Lo mismo que sucedería con los “moches”, tras la llegada de ese dinero a las arcas de los gobiernos que aceptaron usarlos: licitaciones simuladas y más bien oscuras —o adjudicaciones directas, de plano—para favorecer al contratista deseable, sin garantías suficientes ni comparaciones de precios basadas en la situación del mercado, ni seguimiento puntual sobre los compromisos pactados con el dinero de todos ni, mucho menos, exigencias visibles sobre la calidad y la oportunidad de los resultados.

Esos defectos de asignación y ejercicio de los presupuestos públicos suceden todos los días y en todo el país. Es la moneda de uso corriente en el sistema político mexicano. La excepción es el escándalo que producen, por un rato, los muy esporádicos casos que salen a la luz pública y “que se investigarán hasta las últimas consecuencias”. Pregunto: ¿De qué serviría crear un órgano autónomo del Estado para perseguir los escándalos y sancionar a cuatro corruptos, si las rutinas que los producen siguen intactas? La respuesta parece estar en el título de esta nota: para dejar a la misma gata, pero revolcada.