Cuando las integrantes de la banda “vagina amotinada” irrumpieron en la Catedral de Cristo El Salvador, en Moscú, para gritar a guitarra rasgada su plegaria punk, pocos imaginaron que estas jóvenes veinteañeras, enfundadas en vestidos, pasamontañas y mallas de colores chillantes se convertirían en un símbolo de protesta. La revolución de nieve de 2011, como refiere en su libro Maria Alyokhina “Masha”, buscaba alzar la voz contra los excesos y la intolerancia del régimen de Vladimir
Putin. La revolución no llegaría: tres de sus integrantes acabarían frente a un tribunal con cargos como desorden público e incitación al odio y dos de ellas permanecerían 21 meses en la cárcel.

Desde entonces y disfrazado de un nacionalismo trasnochado, la intolerancia hacia el trabajo de las organizaciones sociales ha llevado a la adopción de al menos tres tipos de medidas que reducen y dificultan el derecho fundamental a la asociación. Se trata de la aprobación de leyes que aumentan las obligaciones fiscales y limitan áreas de intervención en la vida pública; la utilización de un discurso público que sin mucha evidencia estigmatiza, desacredita o criminaliza el trabajo de las
organizaciones y la realización de auditorías con dedicatoria.

En esta ruta han coincidido mandatarios como el húngaro Víktor Orban quien lanzó una campaña en contra de organizaciones sociales y logró que en 2018 se aprobara la llamada “Ley Soros” para limitar el financiamiento extranjero a las organizaciones sociales. El brasileño Jair Bolsonaro llegó al poder con la promesa de que terminaría de una vez con el activismo. El presidente brasileño ha estigmatizado a las organizaciones ecologistas y feministas culpándolas de obedecer a intereses ocultos. Esto en un país que cuenta con una fuerte tradición participativa y con cerca de 820 mil organizaciones sociales.

En México el desencuentro entre las organizaciones sociales y el gobierno federal inició con la Circular número uno en la cual, bajo el pretexto de terminar con la corrupción, pero sin ninguna evidencia, se prohibió transferir recursos a las organizaciones sociales. Posteriormente, se eliminó el presupuesto del Instituto
Nacional de Desarrollo Social para el fomento de las actividades de las organizaciones sociales, se cancelaron los fondos asignados para acciones sociales y se aprobaron una serie de reformas fiscales restrictivas.

Las críticas del Presidente de la República a la labor de las organizaciones sociales son recurrentes. Estas han ocupado varios espacios en la mañanera en donde se les ha acusado de golpistas y corruptas. En el último informe anual sobre el seguimiento de las recomendaciones formuladas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, se señala cómo “la estigmatización desde las más altas autoridades del Estado” hacia el trabajo periodístico y de las organizaciones sociales en
México, ha sumado a un ambiente de violencia en su contra.

Como si no fuera suficiente, a principios de junio, se publicó en la Gaceta Oficial de la Ciudad de México una reforma al Código Penal de la Ciudad que equipara a los administradores y directores de asociaciones civiles a la categoría de servidor público a efecto de que puedan ser sujetos de responsabilidad penal por delitos de corrupción.

La Ciudad que en otros tiempos se caracterizó por ser vanguardia en formas de organización y participación ciudadana, así como en el reconocimiento de derechos fundamentales, ahora aprueba una reforma de dudosa constitucionalidad, para limitar el derecho a la asociación. Estas medidas no son casuales y obedecen a un proyecto político contrario a la democracia. Mal harán quienes opten por la sumisión.

Fuente: El Universal