Aunque comprendo la dinámica laboral que les rodea en cada jornada —aclarando, desde luego, que comprender y aceptar son verbos completamente distintos— me cuesta mucho más asumir la parsimonia con que la burocracia intermedia de México lidia con sus contradicciones vitales: de un lado han de guardar la más absoluta neutralidad personal sobre sus obligaciones profesionales y, de otro, han de convertirse en políticos sagaces para sobrevivir y escalar en sus puestos, pues casi toda su carrera depende de las relaciones individuales.

En nuestro país, las posibilidades de ascender en la administración pública por méritos propios y bien ganados con independencia de los grupos políticos que gobiernan, son prácticamente nulas. De ahí que la burocracia intermedia dedique una buena parte de su tiempo a “la grilla”; es decir, a obtener y utilizar información sobre las relaciones políticas de los jefes, a combatir la competencia cotidiana con los colegas que buscan ganar la confianza del poderoso de turno, a conseguir la atención y el interés de sus superiores y a protegerse de ataques, críticas o errores formales que los aparten de las simpatías de los mandos, entre un largo etcétera que se sintetiza en dos puntos: ganar confianza de arriba y no dejarse pisar desde abajo.

Los golpes de audacia no valen sino en función de los intereses y las señales que emite la alta burocracia. Si las oficinas principales envían un mensaje de innovación, los servidores públicos de la capa intermedia se pondrán a imaginar la mejor propuesta para hacerse notar y, muy probablemente, ocuparán otra porción de su tiempo en descalificar las demás; si el mensaje es de sumisión y obediencia, se mostrarán gustosos de pasar mucho más tiempo en las oficinas y en mostrarse dispuestos a seguir instrucciones; y si no baja ninguna señal, los burócratas se envolverán en rutinas y procedimientos formales para protegerse de cualquier suspicacia.

En esa dinámica, el compromiso con la función social que justifica su empleo tiende a diluirse en la salvaguarda de los procedimientos, los papeles, las firmas y los protocolos formales. Nadie se mueve más rápido ni actúa con mejor espíritu que el de la rutina fijada, entre otras razones, porque un error de procedimiento puede volverse en su contra con mucha más facilidad que el incumplimiento de sus objetivos: para conservar el empleo, más vale un papel oficial que justifique la tarea realizada, que cualquier resultado obtenido —excepto aquellos que hayan sido ordenados directa y personalmente por el titular de la dependencia—.

De aquí que tengamos una mala percepción de la burocracia y que con frecuencia los veamos como gente sin alma, que prefiere sellar papeles y seguir trámites que resolver los problemas públicos. Pero la razón que explica esa conducta —que en efecto se reproduce todos los días— es que las personas que integran ese aparato están volcadas hacia el interior de sus oficinas y dedicadas a la conservación de su empleo. No tienen garantías de estabilidad ni de ascenso ganados a pulso, no hay retribución por los resultados que ofrecen, no tienen la promesa de una carrera digna consolidada a lo largo del tiempo y afianzada en sus méritos y nadie les garantiza que, al cambiar los mandos de arriba, alguien les reconocerá el trabajo sinceramente comprometido con el país.

Nada de esa sociología ayuda a la eficacia de los gobiernos. Y sin embargo, buena parte de los mandos de la administración pública sigue creyendo lo opuesto y sigue cometiendo los mismos errores. Salvo contadísimas excepciones, la gran mayoría sigue engañándose con la idea de que la obediencia y la cercanía valen más que las trayectorias profesionales acreditadas. Con ese error nos hemos tropezado doscientos años, pero la piedra está intacta.

Fuente: El Universal